Arranca la Semana Santa y, como cada año, volvemos a desempolvar los clásicos de la gastronomía de vigilia.
En casa nos gusta mantener esta tradición: es tiempo de bacalao cocinado de ciento un maneras, tomate frito con huevo, potaje de garbanzos con pelluelas, huevos rellenos, arroz con leche, torrijas, natillas o flanes -en otros momentos incluso también lo fue de bartulillos, flores de Calatrava y rosquillos fritos, ¡qué delicia!-
Y es que, al final, todo este patrimonio gastronómico forma parte de la historia de nuestra familia, nuestro pueblo, nuestra tierra… historia forjada por madres, hijas, abuelas y bisabuelas, alquimistas caseras que guardaron para nosotros sus pequeños secretos culinarios y recetas creadas en cocinas de fogón de hierro, entre botes de especias, ramas de laurel, cacerolas esmaltadas, pucheros de barro y cucharones de madera.
En estos tiempos de prisas, cosas que (dicen que) se comen y vienen dentro de bolsas de plástico de colorines y alimentos reales casi olvidados, expongo aquí -una vez más- mi alegato en favor de la vuelta a la cocina y la comida, a sacar el recetario de la estantería, clickar en alguno de los cien millones de blogs que hay en la red, arremangarse y dedicarse un ratito de amor: amor a la cocina, amor a los alimentos y amor a la propia salud, ¿quién mejor que uno mismo para cuidarse por medio de la alimentación? ;)
Volviendo a la receta, hoy utilizamos el ingrediente clásico entre los clásicos de Semana Santa: el bacalao, en este caso fresco, aunque en mi tierra el bacalao se ha comprado siempre en salazón (es lo que tiene vivir lejos de la costa), desalándolo posteriormente con su ritual de cambios de agua y cocinando con él infinidad de recetas típicas de estas fechas.
Y es que mí el bacalao en salazón no me hace mucho y como la que cocina soy yo, poco más hay que decir ;) Sigue leyendo…